Escocia, naturaleza artificial (1/3)

Una de las cosas que más me impresionó cuando, hace 18 años, visité Escocia fue su inmensidad. Desde la distancia, veía una fina línea sinuosa por donde los coches se movían con extraordinaria lentitud. El verde envolvía la carretera con tal poder que casi daba miedo. La aprisionaba, a punto de asfixia. Aquella visión me ponía en mi sitio. Era como si la naturaleza me restregara por la cara lo insignificante que es el ser humano en este mundo. Y yo asentía con la cabeza; no somos nada.

Sin embargo, esta vez, 18 años después de aquel viaje, 18 años con más países en la memoria y en el corazón, de experiencias vitales intensas, incluso abruptas algunas de ellas, he pensado en lo artificial de la naturaleza escocesa.

No podía comprender cómo, siendo un país con tanta agua y donde sus picos más altos apenas superan los 1.000 metros de altitud, tenía tan pocos árboles. Esta vez, era yo quien pensaba en lo insignificante que es la naturaleza ante el poder devastador del ser humano.

A la vuelta de mi viaje, y como si el destino quisiera darme la razón, pusieron en la tele un documental sobre este país británico en el que se hablaba de la deforestación masiva que sufrió Escocia con la revolución agrícola. Aseguraban que el porcentaje de bosque que hay hoy no llega ni al 6 % de lo que hubo hace doscientos años. Así que, esos verdes valles inmensos y preciosos no son naturales.

Escocia es, por tanto, un país fruto de la acción humana.

Vaya afirmación. Duele escribirla, duele pensarla y, sobre todo, duele que sea cierta.

Aún así, los valles escoceses son extremadamente bellos. Nadie lo puede poner en duda. Nos extasía que todo lo que entra en nuestro encuadre natural sea verde. Y, además, con decenas de tonalidades distintas. Por si esto fuera poco, las nubes, espesas, intermitentes y en constante movimiento, que tapan los rayos del sol, crean un juego de luces y sombras tremendamente favorecedor.

En algunos lugares, en muchos diría yo, estos páramos son mejorados si cabe por pequeñas motas de color lila. Son las flores de unos arbustos bajos con un alto poder embellecedor.

Y para completar el cuadro, a veces aquí, a veces allá, pequeños ríos, de poco más de un metro de ancho, se abren paso borrachos de tanta belleza haciendo unas eses perfectas.

Pensando en este post, me reté a mí mismo a hacerlo sin utilizar fotos.

Un post hablando de la maravillosa naturaleza de Escocia sin una sola foto; seguro que no hay otro caso igual. Pero, más que una capacidad literaria, es una imposibilidad fotográfica: la de plasmar en una imagen lo que yo veía durante mi viaje.

Mientras conducía mi moto o de pie, quieto en lo alto de una loma, detenido en un passing place, una de esas panzas tan abundantes en las carreteras escocesas, y mirando al horizonte, sentía una incapacidad abrumadora para conseguir con mi cámara una fotografía que reflejara tanta belleza.

El irracional afán de la perfección que me taladra la cabeza cada segundo también me impedía detenerme en el camino, sacar la cámara y tomar una fotografía de aquello que veía. Me decía: es una buena imagen, pero seguro que un minuto más tarde, cuando apenas hayas recorrido tres kilómetros, encontrarás otro lugar aún mejor, con otra toma más espectacular. Y, tengo que decir que, no le faltaba razón.

Hubo un día, en el trayecto que me llevaba de Lochinver a Oban, en el que vi la imagen más maravillosa que pudiera soñar. La carretera discurría por un valle abierto. A mi izquierda, el sol ya se dejaba ver por encima del horizonte. A mi derecha, su luz dorada iluminaba con delicadeza una montaña de línea perfecta, y, sobre un pequeño lago, se reflejaba con absoluta nitidez. Parecía como si la naturaleza entera se estuviera mirando en un espejo, sonriendo, segura de sí misma, segura de que aquel día iba a deslumbrar de tal manera que el ser humano se sentiría más humano que nunca.

Si quieres ver fotos, ya tengo el segundo post publicado.

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