A la deriva por el danubio

Hace mucho tiempo que no escapo de mí. Necesito viajar a lugares lejanos, cambiar de temperatura, de humedad relativa, de costumbres, de comodidades en los transportes, de horarios perfectamente cumplidos, de expresiones faciales comprensibles… necesito cambiar de continente porque necesito cambiar de mí. Con cada viaje que hago por Europa, por muy del este que sea, me reafirmo en mi negación a considerar a esto como un viaje. Es más bien una excursión a las afueras de Bilbao. Y las excursiones no me valen. Un viaje a la deriva por el Danubio no es lo mismo que viajar por otro continente. Coger un avión y aterrizar poco después en una capital europea no me sirve para descansar de mi yo conocido.

Con todo esto, digo que ni Budapest ni mucho menos Viena, son destinos que me sirvan para desconectar de mí, aunque pensé que la capital de Hungría sí iba a servir. Todo quedó en un intento frustrado.

Ahora pienso que por lo menos lo intenté. Y, para ser honesto conmigo mismo, disfruté dejándome llevar por las calles de Budapest.

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Me apasiona la arquitectura; muchas veces decido mis viajes en función de esta disciplina. Y he llegado a romper mi norma de no pernoctar en una vivienda de Airbnb, para poder visitar por dentro uno de los edificios de viviendas más alucinantes jamás construidos: el Nakagin Capsule Tower. De este ejemplar metabolista único e irremplazable escribí en uno de mis post de Japón. Por aquel año aún se mantenía en pie. Hoy ya no queda ni el solar, vendido para hacer otro rascacielos más. Las cápsulas de las que estaba compuesto, la mayoría de ellas, se han desperdigado por la caprichosa geografía japonesa.

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Vuelvo a Budapest, que me pierdo divagando por territorio asiático, para declarar mi amor eterno a unos edificios art decó que, aun estando en unas pésimas condiciones de conservación, me sobrecogieron el corazón. Admiro las formas de rectas infinitas que se alzan poderosas y se coronan con aves majestuosas. Es una mezcla maravillosa entre lo artificial de una recta y lo natural de un animal.

Hay ejemplos arquitectónicos de épocas pasadas. Budapest fue una de las dos capitales del fallido imperio austro-húngaro y eso se nota en su tamaño y en su arquitectura. Hoy, es la capital de un país que intenta entrar en la Unión Económica Europea y eso también se nota.

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Hay edificios que parecen aristócratas arruinados vestidos con sus otrora trajes ornamentados ahora sucios, rasgados y con un fuerte olor a orín.

Permanecen en pie exclusivamente por su orgullo obstinado y clasista, porque nada más tienen. Y desde mi visión llana y en mi condición de miembro de la plebe siento una estúpida sensación de lástima.

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Por lo que digo, podría parecer que el país no tiene dinero, pero al parecer tampoco está tan mal. Al otro lado del Danubio, en Buda, y trás atravesar el famosísimo, pétreo y poco conmovedor puente de las cadenas se encuentra el Castillo de Buda, una megaconstrucción levantada para uso y disfrute de la monarquía húngara. El castillo y su entorno, destruido durante los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial, está siendo rehabilitado y, algunos edificios, vueltos a construir.

Un ejército de obreros se mueven por la zona alta de Buda para devolver aquel obsceno esplendor.

Mi aparente animadversión a este tipo de construcciones y operaciones inmobiliarias y turísticas se debe a mi odio eterno por una clase parásita y, en este caso también, a que vuelve a haber un reparto de riqueza completamente desequilibrado.

Mientras en Buda no hay medida para la reparación, en las calles de Pest, flanqueadas por los edificios de fachadas ennegrecidas por el olvido, resulta inevitable tener la sensación de abandono institucional. Solo en algunos casos se aprecia interés en mantener el patrimonio arquitectónico, pero es un interés económico, puesto que viene de empresas hoteleras que transforman antiguos edificios públicos en hoteles de uso privado. Otra vez, un tema de clases.

Así, se puede apreciar justo enfrente del edificio de la ópera, un magnífico hotel de lujo. Este, llamado Palacio Drechsler, fue la sede del Ballet de Hungría. Mi alma enriquecida por el arte se ahoga ante realidades así.

Algo parecido me ocurrió cuando llegué al edificio donde nació Endre Erno Friedmann, la parte masculina del personaje Robert Capa. Alguien que ha trascendido a la fotografía para alcanzar cotas populares merece algo más que una triste y fea placa en un portal de aluminio gris. La placa, más que hacer referencia a un mito de la fotografía, parece la de un dentista ubicado en el 3º B.

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Al menos, han creado el Robert Capa Contemporary Photography Center en un edificio rehabilitado y han realizado un magnífico trabajo expositivo sobre la vida y obra de este fotógrafo. Durante mi visita, vi que iban a abrir otro espacio dedicado a otro de los grandes fotógrafos aquincenses: André Kertész. Y espero que también se le haga hueco a otro genial fotógrafo húngaro: Brassaï.

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Pero, como este post tiene un tinte negativo desde su nacimiento, me veo obligado a criticar la casi nula presencia de Gerda Taro en este centro. La figura de Taro ha sido relegada a mera compañera sentimental de Endre Friedmann, cuando ella era la parte femenina del personaje Robert Capa, un nombre inventado y creado por quienes eran entonces dos jovencísimos y desconocidos fotógrafos para poder vender su material a las revistas de la época como si fueran obra de una sola persona.

Continúo a la deriva por Pest, la parte situada al este del río Danubio, y acabo en el barrio judío. Aquí, entre las estrechas calles, los grandiosos edificios no tienen sitio y solo destacan unos pocos ejemplos de una arquitectura que me recuerda a la bauhaus. Lo que sí destacan son los ruin bars.

Los ruin bars de Budapest son espacios situados en los patios interiores de ciertas edificaciones donde hay, sobre todo, bares y restaurantes

Hay unos cuantos desperdigados por ahí y casi todos ellos tienen un aspecto sucio, tenebroso, insalubre… Vamos, que si no estuvieran en todas las guías turísticas y en todos los blogs de viajes como lo imperdible de la ciudad, a nadie se le ocurriría entrar por miedo a pincharse con una jeringuilla contaminada.

Soy consciente de que esta opinión es totalmente impopular, pero bastante me corto en mi trabajo como para hacerlo en este mi espacio.

Supongo que a las personas que vamos de otros países lo que nos atrae es lo diferente. He empezado este post hablando precisamente de esto y de la necesidad que llevo encima de salir de mí y de mi mundo, pero no admito la dejadez y lo ruin como algo digno de visitar.

Lo que sí me parece digno de visitar son los balnearios de Budapest.

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En ellos hay una magnífica combinación de placeres. Está el placer del agua, del calor bestial en la sala de vapor, del contraste entre una piscina a 46ºC con la bañera de agua a 16. También está el placer de pasar el tiempo como a la gente local le gusta pasar. Los balnearios de Budapest no son un atractivo exclusivamente turístico, para la gente de aquí forma parte de su cotidianidad. Y, por supuesto, está el placer de la arquitectura, aunque esto no se da en todos los que hay en la ciudad.

Yo estuve a remojo durante unas cuatro horas en el balneario Gellért y, mientras disfrutaba del agua, me maravillaba con su decoración art decó. Se respira cierto aire decadente, pero el peso del tiempo es sin duda una razón de peso para ir a balnearios así.

Me gusta el término no lugar que el francés Marc Augé acuño hace unos años sobre esos espacios intercambiables donde el ser humano permanece anónimo. Él los asociaba también al consumo. Hablaba de los aeropuertos, centros comerciales, áreas de descanso… A mí también me gusta asociarlos a la no existencia, ni necesidad de ella, y pienso que un puente, una creación construida para la unión de dos lugares separados, puede ser un ejemplo muy bueno de no lugar.

Reconozco que a mí ciertos no lugares me gustan.

Los puentes me encantan y suelen formar parte de los motivos por los que viajo a un lugar. En esta ocasión, tratándose de un viaje a las dos capitales del imperio austro-húngaro, no podía sino interesarme por los puentes que salvan el Danubio, un río legendario en el que me bañé cuando viajé por Croacia. En este post dejé constancia de ello.

También me parecía una razón para la reflexión el hecho de que estas dos grandes ciudades europeas, Viena y Budapest estén unidas por un río que separa a la capital húngara en Buda y Pest.

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