Llevo unas cuantas semanas encerrado en un mundo de completa oscuridad. No soy capaz de saber si lloro de risa o de pánico. No soy capaz de saber si miro con envidia o con compasión. No soy capaz de saber si el nudo que tengo en el estómago es angustia o hambre. No soy capaz de saber si soy feliz o soy un animal sin conciencia ni consciencia. No sé si estoy vivo o muerto. Parezco el puto gato de Schrödinger. Lo único que ilumina este estado de duda infinita es que tanto el gato como yo estamos vivos y muertos al mismo tiempo.
El problema es que tengo que abrir la caja y mirar dentro, si quiero aclarar esta situación. Y aunque no haya candado, ni cerrojo, ni siquiera cinta de embalar alrededor de la caja, abrirla me va a resultar extraordinariamente difícil.
Viajar por este mundo de completa oscuridad es lo único que me mantiene vivo. Sólo quiero que nunca llegue a tropezarme con la ampolla de gas venenoso y provocar, no diré un triste final, sino un final prematuro. Al fin y al cabo, nadie se libra de la guadaña.
Durante mi viaje por Hamburgo (sí, aunque no lo parezca, este es el segundo post de mi viaje por la ciudad portuaria), fui tomando, iba a escribir fotografías, pero es más oportuno pedacitos de una realidad que generan en mi cabeza, más que cualquier otra cosa, dudas.
Y son las dudas las que me mantienen despierto. Parece que las necesito, que disfruto con ellas, que la angustia que provocan es la energía que me mueve. Vamos, que siento placer de mi estado tarado.
Es la puta misma moneda de siempre y sus dos partes que jamas se verán las caras o lo que llamaba el Soldado Bufón, la dualidad del hombre. Ahora sólo tengo que elegir una o ninguna o elegir las dos y vivir el resto de mi vida en el canto, consciente de que puedo caer para un lado o para otro sin que ello me importe lo más mínimo.
Hamburgo es una ciudad que inspira.
Hay arte callejero, o vandalismo, según quién sea el espectador, y hay miradas que no ven más allá de sus narices. Hay atardeceres que esculpen siluetas de metal y paredes de metal que crean atardeceres perfectos.
La ciudad entera es una impostura, y eso me encanta. A veces parece que es una ciudad elegante, moderna, organizada, limpia, con ópera italiana como banda sonora. En otras ocasiones reina un perfecto caos, es oscura, lluviosa, desconfiada y los gritos reivindicativos resuenan en cada calle.
Pero el arte también está en los museos. Al menos en los que yo visité.
Deichtorhallen Hamburg y Haus der Photographie son dos edificios separados por menos de 100 metros con entradas combinadas. Y más allá de las obras expuestas está el gusto por el modo en que se exponen las obras. Cada espacio es una obra en sí misma. Todo está perfectamente pensado y colocado, incluso el imprevisto de una gotera se alía con la exposición.
Una mañana maravillosamente invertida, en un espacio apto para todos los públicos y en los que está permitido hacer fotografías, una práctica a exportar a otros museos en los que sientes el aliento de la ley observando con más interés tu cámara que tú mismo las obras.
En espacios así, vuelves a creer que el futuro de la raza humana no está perdido. Parejas, personas en solitario, familia con hijos, mayores, jóvenes y jovencitos estudiantes que participan con interés en la interpretación de cada obra.
Sentí a mi lado la presencia del Sr. Stendhal.
Oscuro, me ha dado sensación de un lugar oscuro. Tu conciencia, consciencia y el entorno parecen fusionarse para ser y no ser, a la vez. Ganas de leer un tercer post sobre hamburgo.
Estoy en un estado de superposición, aunque lo de «super» en este caso no tiene nada que ver con héroes, poderes sobrenaturales ni estados de fuerza superior.
Gracias, Txema, por tu comentario, haciendo de este blog un poquito más interesante.