Varsovia, capital de la desilusión

Hace algunos años, cuando tenía la mala costumbre de escribir en blanco sobre negro, uno de los periodistas de viajes más importantes del mundo hispanohablante, Paco Nadal, consideró mi blog como uno de los mejores de España. Eran posts donde no podías encontrar consejos, ni referencias de los museos que no te podías perder, ni listados de los diez lugares a los que ir… Era, sencillamente, un espacio para mis impresiones sobre el viaje. Un cuaderno de bitácora en toda regla. Vamos, como ahora. Sin embargo, me hacía ilusión escribir y hacerlo público, incluso me apresuraba a hacerlo. Ansiaba contar al mundo mis vivencias.

Hoy, han pasado tres meses desde que volví de Polonia y no tengo ganas de escribir sobre ello. Me falta ilusión y he estado pensando en la razón. Supongo que Polonia no ha sido el mejor destino posible. Supongo. Aunque también tengo que decir que no lo ha sido para mí.

Entiendo que Polonia sea un destino muy popular entre quienes vivimos en Europa.

Por las calles de Gdansk, Varsovia y Cracovia andan muchos alemanes, franceses y españoles. Disfrutan con su arquitectura barroca y renacentista, de sus calles empedradas y desaparecidos muros levantados en años por algunos olvidados, disfrutan de museos de arte y holocaustos… Hay multitud de grupos y freetours con personas de todas las edades que abren la boca, algunas sorprendidas por lo que ven, otras, aburridas por lo que escuchan. En fin, que estas tres ciudades polacas son atractivas para cualquier persona, aunque a mí me cueste valorarlo en su justa medida.

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Mientras escribo esto, pienso en por qué no disfruté de Polonia como cabría esperar.

Tal vez, al final de este post, llegue a una conclusión. De momento, me obligo a hablar bien de este país, porque, en realidad, tiene, entre otros atractivos, edificios de piedra de perfiles muy fotogénicos, como el Palacio de la Cultura y la Ciencia de Varsovia.

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Tiene unas dimensiones descomunales. Se ve desde mucho antes de acercarse tan solo, y a medida que me aproximaba iba tomando fotografías. Una detrás de otra. Casi compulsivamente, como si tuviera miedo a perderme un buen encuadre. Es un miedo que suele acompañarme en todos mis viajes. Siempre pienso que nunca volveré, por lo que cada metro es un metro de oportunidad para capturar una buena foto o un metro perdido por no haberla hecho.

Me sentía inspirado por su diseño arquitectónico, por su historia y por el cine que hay dentro y que no llegué a ver.

Atravesar las puertas del que fue un regalo de la Unión Soviética a Polonia me supuso una gran desilusión. Todas mis expectativas se derrumbaron sobre mí. Y cubierto de escombros comprendí que no iba a poder ver el cine, ni su teatro ni ninguna otra planta que no fuera la del mirador en su piso más alto; irónicamente, un interior ideado para ver el exterior.

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Aún así, este edificio de 237 metros de altura, uno de los más altos de Europa, merece un acercamiento e incluso una visita a su interior para disfrutar hasta de los detalles más insignificantes, como las rejillas de los conductos del aire, de un precioso diseño geométrico.

Alrededor de este Palacio, el cual llegó a verse en peligro tras la desintegración de la URSS, por el ciego deseo de algunas personas polacas de destruir la historia, hay una cantidad impactante de rascacielos de acero y cristal. De hecho, la entrada a Varsovia fue una sorpresa para mí.

Casi lo mejor de mi experiencia en la capital de Polonia fue justo al entrar con mi moto a la ciudad.

Una avenida ancha, de cuatro o cinco carriles para cada sentido, y salpicada de edificaciones modernas dan la bienvenida a quienes entran desde el norte. Es esta una imagen muy alejada de la que han creado en nuestras mentes de turista. Por eso me dije: esta ciudad me va a gustar.

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Al margen de este espejismo arquitectónico y algún que otro caso aislado más, Varsovia es una ciudad crecida a lo ancho. Supera los 500 km2 y, repartidos por toda su extensión, hay palacios, palacetes, iglesias y otras edificaciones clásicas que, junto a su estilo de vida alegre, sirvió para tener el sobrenombre de La otra París. Siempre he creído que es una mala señal que una ciudad nombre a otra para engrandecerse a sí misma.

También ocurre que, al igual que Viena con Mozart, Varsovia tiene su propia figura musical. Chopin pone la banda sonora a una ciudad plagada de estatuas, plazas, jardines, conciertos de verano, terrazas y, por supuesto, souvenirs de este compositor romántico, al que algunas personas emociona y a otras aburre.

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A pesar de su tamaño, el casco antiguo de Varsovia, rodeado por una muralla superviviente a todo lo que se puede sobrevivir, sorprende por ser tan pequeño. Hay pueblos en Europa con más extensión y atractivos. Solo una cosa lo hace único. Y es que tiene la casa donde creció Marie Curie, la primera persona en tener dos premios Nobel en dos categorías distintas. Además, de esta casa, hay una escultura en un rincón olvidado que recuerda la figura de esta genial científica. Algo que contrasta con el omnipresente Nicolás Copérnico, más conocido por estas tierras como Mikolaj Kopernik.

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Además de este desaire machista, Varsovia, en general, y su casco antiguo, en particular, carece de emoción o, tal vez sea más justo decir, no me emocionó lo más mínimo.

Tenía la sensación de haber estado ya, una sensación que me acompañó durante todo mi viaje por tierras polacas. Y si hay un aspecto negativo en el hecho de viajar y de aumentar el número de países visitados, si lo hay, es que en cada ocasión el nivel de sorpresa disminuye.

Parece que Europa, o parte de ella, no guarda para mí más que estampas clonadas y vivencias vacuas, lo que me hace pensar en el mal de la globalización y en lo bonito que sería que la inmigración no tenga que integrarse, sino que tenga que mantener sus costumbres, aunque sea, y, casi por eso mismo, en lugares con otras costumbres. Eso nos enriquece y nos sirve para viajar sin movernos.

En fin, que he puesto la mirada en oriente. Espero que mi próximo gran viaje sea a algún país de Asia.

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