Valor e inspiración

El valor es algo que se guarda para no gastarlo. Así somos los previsores o esos adultos que siendo niños se tragaron el cuento, la cigarra y la hormiga. Pero hoy, no he tenido más remedio que sacarlo, limpiarle el polvo y vestirme con él.

Hoy, me he armado de valor y publicaré mi primer relato corto.

Antes de leerlo, quiero que sepáis que estoy bajo la influencia del alcohol, pero no de cualquier alcohol, sino de un Glenfiddich de 12 años. ¿Por qué éste whisky? Porque es el que ha creado una interesante campaña a través de Blog on Brands, una plataforma que acerca las marcas a los bloggers.

Ésta campaña en concreto pide que expliquemos qué nos inspira el whisky y qué valores podemos destacar de la marca. Pues bien, a mí me inspira soledad, una ligera y fresca soledad, con un toque a turba. Pero no, no sintáis lástima por mí, la soledad es buena, al menos éste tipo de soledad. Porque hay otra, ay, amigos, hay otra que jamás quisiera tener más cerca que aquel día durante un viaje en metro.

glenfiddich

SOLEDAD URBANA

Su mirada estaba tan vacía que llegué a pensar que en aquel cochecito no había nadie, que, sencillamente, lo llevaba de paseo, vacío, para poder llenar su triste y accidentada vida con tantos buenos recuerdos como encontrara a su paso. Pero algo cayó al suelo y una pequeña mano salió para reclamarlo. Podría haber supuesto un alivio para mí. Nunca es agradable sentir esa soledad tan cerca. Prefiero que viaje en bus o, por lo menos, en la otra punta del vagón. Que yo no la vea, ni la intuya, que no me haga levantar la vista de las páginas de mi libro.

Pero no fue así.

Devolvió el juguete caído al niño. Sin caricias, sin palabras, sin una sonrisa, sin una reprimenda. Nada.

Era una madre muy joven, gorda, fea y sin esperanza. De unos 26 años. Tal vez menos, no sé. Resulta difícil adivinar la edad entre tantas capas de abatimiento. Y me resulta difícil escuchar éstas palabras, aunque hayan salido de mí: gorda, fea y sin esperanza. Pero sus ojos, su pesimismo, su soledad, habían ganado. Me dieron una gran paliza y mi habitual sentido del deber social estaba totalmente derrotado.

Empecé a sentir miedo. Me imaginé su vida, su presente, su pasado y su futuro. Y sentí miedo.

Hundía su mirada en el cochecito. En ese mismo lugar donde el niño se entretenía con su juguete caído. Y me dio la sensación de que estaba mirando el pasado, ese pasado tan claro en mi imaginación como en su recuerdo. Y estoy seguro de que no le gustaba lo que veía. No le gustaba su pasado.  No le gustaba su presente. Y, a estas alturas, su futuro no tenía ninguna importancia.

Pasaron los minutos. Pasaron las estaciones y nada cambió en su poderosa mirada. No pude volver a concentrarme en el libro que estaba leyendo. Ahora, ni siquiera me acuerdo de qué libro era. Miradas como la suya resultan hipnóticas. Consiguen hundir al que mira en la misma tristeza.

Y llegó mi estación. Y cuando salí, ahí quedó, continuando viaje.

Podría viajar años sin darse cuenta de que su parada ya había pasado de largo.

Fin

 

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