Ante la pregunta directa del guía, Don’t you want to take photos?, respondí directamente: no.
Por mi cabeza cruzó un pensamiento demasiado complejo como para verbalizarlo en una lengua que apenas controlo. Además, me sentía molesto, violento, con una fuerte rabia apenas disfrazada de desinterés. Solo mi sonrisa nerviosa delataba mi verdadero estado de ánimo.
Nunca había tenido la oportunidad de fotografiar a personas de una sociedad tan distinta a la mía. Personas de una comunidad que, aún hoy, viven en la selva, con hábitos alimenticios en las antípodas a los míos, sin mis mismas necesidades vitales… Nada. Ni siquiera se parecen al resto de la población malaya. Pero no, no quería hacerles fotos, a pesar de la insistencia del guía y de que en muchas ocasiones, tiempo atrás, había soñado con tener esta oportunidad.
No es que esas personas rehusaran y yo quisiera respetar su deseo. Al parecer, habían dado su consentimiento para ello, y sin petición alguna de cobrar por dejarse fotografiar. Lo tenía todo para hacer gratis lo que muchas personas del mundo occidental pagaban por hacer.
No.
Llegamos al poblado tras una caminata de cuatro horas por la selva de Taman Negara Malaysia.
Partimos siendo un grupo formado por ocho turistas más el guía. Nada numeroso. Lo malo es que a escasos segundos por delante, había otro grupo, y, a escasos segundos por detrás, había otro. Estos tres grupos no eran los únicos. Habría como diez grupos más caminando por la misma selva, por el mismo sendero y en la misma dirección. Una caravana de turistas haciendo méritos para ser estudiada como especie invasora.
Todo empezó mal.
Continuamos camino hasta la primera parada. La comida se realizó en un minúsculo meandro del río. Cada una de las cincuenta personas que ya estábamos allí, abrimos nuestras bolsas de plástico azul y comimos las galletas, el arroz con huevo y la naranja.
Algunas personas, cansadas por el camino intrincado, deseaban regresar ya al punto de partida, pero aún quedaba hora y media para llegar a la prometedora cascada e idílico espacio de baño. Yo a gusto me habría lanzado al río Tembeling para dejarme llevar por la corriente y salir de una selva poblada de decepción.
La cascada fue una burla.
La selva y todos sus esquivos habitantes se reían de los turistas. Este minúsculo hilo de agua llamada Teras y su cuenca, no mucho mayor que una bañera de spa, iba a ser el premio por las cuatro horas de caminata.
Allí estábamos, ahora, casi un centenar de turistas.
Algunas personas, haciendo cola para meterse en aquella bañera del grifo abierto y hacerse la foto que documentara su presencia, otras, descansando, y yo preguntándome por qué me sentía tan mal si en realidad era parte del problema.
¿Puede un turista quejarse de la masificación turística?
Tras un siglo de estancia en aquel pequeño rincón del Taman Negara National Park nos encaminamos hacia el río para, una vez allí, embarcarnos rumbo al poblado. Aquel poblado era donde vivía esa comunidad receptiva a turistas y sus cámaras.
Lo cierto es que habría sido más lógico que esas personas sacaran fotos a los turistas y no los turistas a ellas. Lo realmente sorprendente allí éramos nosotros. Además, tras una excursión de semejante calado turístico, aún me quedaba algo de dignidad como para saber que sacar fotos a estas personas habría sido un acto de desprecio por su existencia, equiparándolas a cualquier otra cosa o animal salvaje que allí pudiera encontrar.
El Parque Nacional Malasia lo tiene todo para querer visitarlo. Dicen que es la selva más antigua del planeta; 70 millones de años más antigua que la selva del Amazonas. 130 millones de años en este planeta. Ahí es nada. Pero, sinceramente, bajo mi experiencia, no merece la pena hacer lo que hice.
Fue una decepción sí. Lo mejor el mini recorrido por el río.
“ (…) por qué me sentía tan mal si en realidad era parte del problema.” Me he hecho tantas veces esa pregunta…
¿Y tienes la respuesta, Iban? Me ayudaría bastante.
Fue divertido, Eva, no te lo voy a negar, y algo salvaje.