En hablé de manera muy apasionada del tren como vehículo del verdadero viajero. Pues bien, no me hagáis mucho caso. En realidad a mí lo que me gusta es viajar por carretera y cada vez que no lo hago, lo echo de menos.
La carretera es lo más parecido al movimiento primigenio. Una aventura con final incierto, incluso hoy, porque ni los aparatos de GPS ni las señales de tráfico ni las indicaciones de los habitantes del lugar aseguran que acabarás donde querías acabar ni a la hora a la que querías llegar. Y eso me gusta.
Pero lo que más me gusta es poder parar. Parar para ver algo que no tenías previsto ver, para conocer, para obtener una respuesta o para ganar una pregunta. Parar para continuar viajando.
Así ocurrió durante la única excursión que hice por carretera en mi recorrido por tierras uzbekas, y de la que ya he hablado en cuando me encontré con paradas de bus de la época soviética.
Además de aquella incursión por territorio poco explorado por otros viajeros, me moví por otros territorios libres de extranjeros. Para llegar a ellos no hacía falta alejarse mucho de los núcleos turísticos. Y es que una de las ventajas de las ciudades de Uzbekistán es que si quieres alejarte de las rutas más transitadas, no tienes más que llegar hasta aquella esquina de allí, torcer a la izquierda y cuando veas la mezquita de la cúpula azul, torcer a la derecha.
Me resultaba increíble cómo cambiaban las calles, la gente, las casas, las mezquitas y cómo desaparecían los grupos organizados a escasos metros de la plaza central. Para mí es inexplicable que las personas que sí son capaces de meterse 8 horas en un avión para llegar a Asia central no sean capaces de andar 8 minutos para ver lo que hay más allá de los monumentos y las tiendas de souvenirs.
Aunque, si os soy sincero, lo prefiero así.
También es cierto que la inversión en Uzbekistán es bastante desigual y mientras en una calle todo está en perfecto orden, en la de al lado, todo es un perfecto caos.
Se nota que van muy poco a poco adaptándose a los tiempos modernos y revisando paso a paso su oferta turística. Y lo digo así de claro; no hay una mejora para dar un mejor servicio a los vecinos, sino para dar un mejor servicio a los turistas. Las calles en progreso son las circundantes a las zonas turísticas. Mientras que las más alejadas sencillamente están olvidadas.
Aún así, disfruté mucho caminando por esas calles invisibles de Bujara y Jiva. Dos hermosas ciudades, de grandes y espectaculares monumentos, con mucha vida a su alrededor.
Los niños te saludan y se paran a hablar contigo, para saber de dónde eres, para practicar el poco inglés que saben y para preguntarte por Sergio Ramos.
Los mayores te sonríen, te dan la mano y te preguntan también por Sergio Ramos.
Al final, acabé respondiendo que sí, que conocía a Sergio Ramos, que éramos amigos y que veraneábamos juntos en su cortijo de Sevilla. Pero creo que no me creyeron.
En fin, excepto por el desbordado interés, o mejor dicho, por la locura colectiva en torno a La Liga, los uzbekos son personas muy simpáticas, aunque algunas más vergonzosas que otras.