Recuerdo el silencio de una ciudad llena de ruidosos estudiantes borrachos de libertad. Como si estuviera asustada de lo que en ella ocurría. Gante es tímida y reservada; tanto que apenas se cruzaron entre nosotros dos palabras.
Tengo que recurrir a mis fotografías para recordar su aspecto. Y cuando las veo me digo, sí, estuve allí, aunque en realidad no lo siento así. Sé que en unos años no existirá más memoria que lo vivido en el interior de sus bares. Templos dedicados al sosiego, a la reflexión y al sabor ligeramente amargo de una cerveza, en su mayoría, sensacional.
Algunos de estos locales huelen a tradición inmutable, donde se aprecia una vaga adaptación a las comodidades modernas, sensación que se esfuma por completo cuando bajas a sus váteres.
Otros sitios, alarmados por la desaparición de sus vasos, crean tradiciones con cierto tufo a turistada, pero son divertidas. En Herbert de Dulle Griet, si quieres beber la cerveza que fabrican ellos mismos, debes entregar un zapato. Luego el camarero lo coloca en una cesta y lo sube hasta el techo. ¿Podéis preguntarme si alguna de esas botas es mía?
Gante es un decorado eterno y efímero, tan espectacular bajo los últimos rayos de la tarde como falso a plena luz del día, durante todos los días de su larga historia. Así lo siento y así lo veo en mis fotografías, muchas de ellas llenas de luz diurna y de la nada más desalentadora.
Y a medida que cae la noche, me siento a gusto. La ciudad se refugia en la oscuridad y yo con ella.
Mira es que es ver las fotos y me dan unas ganas de volver…mmmm. Gante, qué ciudad tan elegante. Me encanta. Es tranquilo. Divertido. Te encuentras bares de todos los estilos. Modernos, vetustos y vintage. Repertiría.
Si estuviera a una hora en coche de casa, me iría ahora mismo a beber cerveza en sus bares, como hacen muchos holandeses.
Sería maravilloso. Aunque igual no lo apreciaríamos igual?
Seguramente, porque el valor del descubrimiento es más grande aún que el del conocimiento.