Ahora que estamos confinados en casa, obligados por las circunstancias a no tener contacto con la gente, recuerdo mi paso por la masificada Estambul como un agobio aún mayor.
Lo curioso del tema es que, a pesar de que la gente siempre me ha resultado poco o nada atractiva, entre las personas autóctonas me sentía muy a gusto.
Parece que he encontrado mi sitio estando fuera de lugar. Mientras todo el mundo a mi alrededor trabaja sin descanso, vendiendo sus productos, transportándolos de un sitio a otro, preparando comida, arreglando zapatos, mirando, comprando, regateando, bebiendo té, gritando para captar la atención y el dinero de cualquiera que allí estuviera… mientras todo el caos de perfecta armonía turca aumentaba, más a gusto me encontraba.
En el gran bazar y, sobre todo, en las calles adyacentes a este monumental espacio histórico maltratado por el tiempo, la inmensa mayoría de las personas eran locales. O tal vez, ahora no sabría decirlo, era tal la cantidad de personas que allí se congregaba que los turistas pasaban desapercibidos, como lágrimas en la lluvia.
Poco importa lo que realmente fuera. Lo verdaderamente importante era lo que yo sentía allí. Y allí me sentía no estar. Era como un espectador alejado de la escena, al abrigo de cualquier peligro, acomodado en mi butaca de amplios apoyabrazos, gozando con todo un espectáculo con dolbysurround y technicolor.
Este sentimiento contrasta con lo vivido en el resto de la ciudad. Invadida por el turismo de masas, por incontables grupos formados por incontables personas, cualquier tesoro arquitectónico me resultaba pobre y repulsivo.
Tenía que alejarme mucho de toda aquella realidad, para poder admirarla como seguro que se merece.
Personas que atraídas por edificios centenarios devoran espacios y momentos capturados con móviles para un incierto futuro de recuerdo. Asco.
Recuerdo que, al margen de mi paso por el gran bazar y sus calles limítrofes, una de las mejores experiencias fue la de las dos horas de visita a la Cisterna Basílica. Un espacio bajo el suelo de la infectada zona que comprende Santa Sofía y la mezquita Azul.
Este lugar es una antigua cisterna bizantina donde acumulaban el agua para el consumo de la ciudadanía. Hoy, hay una pasarela para poder recorrerla sin necesidad de navegar entre sus muchas columnas. Hay un aforo controlado y una luz muy escasa, lo que me permitió jugar y disfrutar con mi cámara como hasta entonces no había podido hacerlo.
Un momento de soledad entre tanto grupo de españoles, italianos y franceses. Un momento de soledad que solo volví a experimentar en otra ocasión y lugar.
Pero eso lo dejaré para un segundo post.