Siempre me ha gustado la cerveza. La primera vez que salí del país, fue para beber en la Oktoberfest de Munich. Fui con mi novia. Y cuando me casé con ella, años más tarde, nos fuimos de nuevo a Munich a pasar nuestra luna de miel con otras miles de personas, peleando por un hueco en las abarrotadas carpas, llenando hasta el último centímetro de nuestras vejigas para no perder nuestro puesto y gritando Ein prosit! Ein prosit! Fue genial.
Hace muchos años pensaba que una de las cosas más importantes de esta experiencia era la calidad de la cerveza. La cerveza alemana tiene un magnífico posicionamiento en todo el mundo. Nadie discute que son muy buenas, la ley de pureza alemana y todas esas mentiras. Hoy, sé mucho más de cerveza y considero que el brebaje que allí se vende está lejos de ser un buen producto. Pero volvería a ir a la Oktoberfest y volvería a gritar, medio aturdido por el alcohol, Ein prosit! Ein prosit!
No se trata de algo tan banal como la cerveza, sino de algo tan profundo como la cultura. Y en la cultura alemana, la cerveza es tan importante que embriaga cualquier visita al país.
Este post no va de Munich, va de Düsseldorf, justo en la otra punta del país germano, y, aunque el tipo de cerveza que aquí se bebe es totalmente distinto al de la región bávara, comparte con ella su amor por las largas mesas corridas, largas tardes y largas palabras difíciles de pronunciar.
Düsseldorf tiene un centro histórico bastante pequeño. Dos horas basta para tener la sensación de que ya conoces la vieja ciudad. Pero también tiene suficientes locales donde detenerse y alargar tanto como se quiera la mañana, la tarde y la noche.
Existen dos cerveceras míticas, pero la que se lleva la palma, por tamaño, tradición y belleza es la llamada Uerige. Aquí, los camareros cargados con cerveza tipo alt (altbier), recorren las mesas en busca de clientes sedientos, y siempre los encuentran. Te dejan el vaso y te hacen una marca en el posavasos. Al final, miran las muescas y pagas. Pequeñas peculiaridades que hacen del viaje algo grande.
Alejado del centro, donde años atrás se ubicaba el muelle, existe un nuevo barrio que poco o nada tiene que ver con el viejo casco de la ciudad. Les une el río Rin y un paseo por su ribera de no más de 30 minutos.
Siempre vas acompañado por los barcos de poco calado que viajan de arriba abajo por uno de los ríos más legendarios de Europa. Me atrae mucho hacer un recorrido por el Rhein, pero esos cruceros programados me resultan tan artificiales que me repele al mismo tiempo.
Cuando se llega al Neuer Zollhof, se reconoce al instante la mano de su arquitecto. No hay muchos que tengan un sello tan marcado como Frank Gehry. Las líneas inquietas y los materiales que utiliza en sus creaciones son muy característicos y motivos perfectos para el fotógrafo.
Además, si se tiene la suerte de tener el sol de cara, el trabajo está medio hecho.
Me gustó mucho volver a Düsseldorf. Me siento bien bebiendo entre esta gente, chapurreando alemán, inglés y castellano. Es fácil encontrar a alguien con casa en la costa mediterránea española. Mirad a vuestro alrededor y acercaos al alemán más moreno de todos.
Les encanta el sol. Siempre andan con la mirada puesta en el sur.
Es increíble, pero es verdad que ahora, y después de haber bebido cientos de diferentes cervezas, me doy cuenta de que aquella pils de gato, es eso, pis de gato. Entonces nos parecía maravillosa. Pero no sólo era eso, sino tambien el ambietillo. Cada momento tiene su cerveza. Pero a los 41 por la pils no paso. Eso sí que no.
Muy chulas las fotos!!!!
Adentrarse en el mundo cervecero te hace ver la realidad de la típica caña con crudeza. De todas formas, como bien dices, el ambiente hace que todo sepa mejor.
Gracias, Eva 😉