Cuando viajo por un país asiático, soy como un niño pequeño viendo el mundo por primera vez. Esa sensación, de adulto, siendo consciente de mi propia existencia, es maravillosa. A cada paso, encuentro algo que me sorprende. Y me esfuerzo por retenerlo en la memoria. La cámara de fotos me ayuda, pero cada vez siento que es una herramienta menos vinculada con la documentación y más con la emoción.

No juzgo lo que veo, o lucho para no hacerlo; es difícil desprenderse de todo el peso que tu cultura y sociedad ha ido cargando sobre ti. Me ha llevado muchos años, pero creo haberlo conseguido. Por eso, ahora disfruto más con lo vivido en países con cultura distinta a la mía.
Puedo decir que en Malasia he disfrutado por todo esto. Siempre había algo que me sorprendía. Lo que para quienes viven allí es costumbre, o vulgar incluso, para mí era algo extraordinario.

Ya desde el avión, antes de aterrizar, empecé a ver que Malasia iba a ser un viaje de descubrimiento, de preguntas sin respuestas fáciles, de sinsentidos consentidos.
A cientos de metros de altura, Kuala Lumpur se muestra caótica.
La capital de Malasia es un bosque de acero y hormigón que ha ido creciendo a base de impulsos desconectados unos de otros. Aquí, cualquier terreno vacío es un terreno potencial donde plantar un árbol de 200 pisos. Cómo se llega de un sitio a otro es algo que no preocupa. De ahí que la movilidad en la ciudad sea difícil.

Resulta muy incómodo caminar por esta ciudad. No ya por el calor extremo, las distancias kilométricas y la contaminación, sino por la falta de aceras o, en el mejor de los casos, aceras intervenidas por las raíces de los árboles o construidas siguiendo el descomunal desnivel del terreno que en ocasiones se encuentra.
Es una ciudad pensada para el coche, aunque ahora mismo el coche es el peor transporte a elegir. Supongo que algún día tomarán medidas. Mientras tanto, se puede andar por la carretera, cruzarla por donde te plazca y no hacer caso a los semáforos. Nadie te va a recriminar por no cumplir con la norma, sencillamente porque apenas hay quien las cumpla. Pero lo más importante es que la tranquilidad de las personas, el respeto mutuo y el ritmo pausado, aparentemente frenético, impera en la convivencia. Si hay estas tres cosas, sobra una regulación oficial.

No sé cuánto van a durar las construcciones de uralita y miseria, pero a día de hoy, se pueden ver las torres Petronas mientras comes en un restaurante con sillas de plástico y olor a durian.
Lejos de escandalizarme por semejante contraste económico, me alegra que todavía se pueda mantener una construcción humilde en suelo, intuyo, en revalorización meteórica y constante. Aunque también me hago una pregunta retórica sobre la razón de tal contraste. Una pregunta demasiadas veces formulada en demasiados lugares del mundo.
Malasia es un país musulmán, aunque visto lo visto, la religión más practicada es el capitalismo.
Al caminar por sus calles y ver el frenesí constructivo de edificios ansiosos por ser el más alto de la ciudad, del país, de Asia y del mundo, pienso en lo que lleva a las empresas a realizar tal despliegue de poder económico.

Y aunque alardeen de, precisamente eso, poder económico y traten de lograr visibilidad, la vida transcurre a ras de suelo.
Merdeka 118 es el segundo edificio más alto del mundo.
118 pisos y 679 metros, incluida la trampa de la antena, que tiene 150 metros. Es una expresión de fuerza fálica que pasa desapercibida en la vida burbujeante del barrio chino en el que está construido. Aquí, poca gente levantaba la cabeza hacia el cielo. Y es que lo que más mueve al ser humano es lo terrenal. En este viaje lo he visto claro.


Ambiente vivaz, construcciones a escala humana, una historia que se alarga tanto que se confunde con el presente, comida que sacia la curiosidad y el hambre… todo esto tiene más poder de atracción que un rascacielos de cristal.
El barrio chino de Kuala Lumpur es un oasis en un mar de cristal.
Al otro lado de la ciudad, en el Parque KLCC, la vida a ras de suelo también se deja notar. Mientras dentro de las torres Petronas de Kuala Lumpur ocurren cosas ajenas a la existencia más elemental, las niñas y los niños chapotean en unas piscinas tan públicas que no tienen ni puerta por la que pasar. Abiertas y desprovistas de objetivos más allá de la diversión, me provocan una sonrisa cómplice.

Por la otra cara de las torres, cuando la armadura del edificio brilla sobre el oscuro telón de la noche, cientos de personas gritan con sus móviles ¡yo estuve aquí! Y aunque el motivo de la aglomeración sean las torres gemelas más altas del mundo, el verdadero espectáculo está en tierra. Ver a toda esa gente disfrutando de su momento también me hace sonreír, aunque en esta ocasión, sin complicidad.


Y con la sonrisa puesta, así iba yo por las calles de Kuala Lumpur, una áspera ciudad que despertó en mí un sentimiento de cálida familiaridad en un entorno extraño.
Jo ¡qué espectáculo de escritura!
He sentido volver a estar allí al leerte.
Cada frase es un halago. Así dan ganas de escribir más a menudo.