Se chove que chova (viajar por Galicia)

Una de las grandes ventajas de viajar en verano es que uno se asegura el buen tiempo, siempre y cuando no se viaje por el norte de la península ibérica, claro.

Llegué a Galicia el 12 de julio de 2021 completamente calado. El traje de agua que me pongo al viajar en moto aguanta lo que aguanta.

No es que estuviera cabreado por el traje o por la lluvia o por mi elección de destino viajero, pero sí estaba desilusionado y resignado.

Resignado es precisamente el estado más habitual en mi vida desde que se declaró la pandemia COVID. Resignado a no ir al extranjero, a no hacer largas jornadas de viaje, a no parar en las estaciones de servicio, a no comer platos nuevos y diferentes, a no no saber entenderme con la gente…

Resignado y mojado me dispuse a vivir Galicia como fuera. Se chove que chova, me decía a mí mismo en un intento de autoconvencimiento y mimetismo con el entorno. Y así recorrí de norte a sur y de este a oeste, lugares que me gustaron mucho y otros que me gustaron menos.

Entre los que me gustaron mucho: Lugo, y eso que estuve de paso.

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Ernest Hemingway estuvo aquí es una frase escrita en mil veces más lugares de los posibles, aunque en Lugo, no. Por lo menos, yo no la vi. Quien sí estuvo fue Henry Cartier-Bresson, igual no en la ciudad, pero sí en mi memoria, porque fue encontrar estas escaleras, acordarme de él, encuadrar, inspirar y esperar a que alguien pasara en bici por ese mismo lugar en esa dirección exacta.

Además, del legado de Cartier-Bresson, en Lugo me encontré con un legado más monumental. El imperio romano dejó una muralla protectora que circunvala todo el casco antiguo actual. Y es la única muralla romana del mundo conservada en su integridad. Se puede dar la vuelta a la ciudad caminando por ella y ver las grandezas y, también, las miserias de la ciudad. Porque haberlas, haylas.

Miserias hay en todas partes, pero sorprende que en un espacio tan turístico como este (todo lo turístico que puede ser Lugo), haya tanta dejadez en los edificios colindantes. Una pena. Pero no seré yo quien prejuzgue la situación ni a los propietarios de esos edificios.

Galicia está llena de huellas romanas, tantas que incluso, sin pretenderlo, me topé con una excavación.

Volviendo al imperio, Galicia está llena de huellas romanas, tantas que incluso, sin pretenderlo, me topé con una excavación.

Llegué a aquel municipio aconsejado por un viajero, fotógrafo y amigo orensano. Me dijo que había un camino que partía y llegaba a un pequeño pueblo casi deshabitado, un pequeño recorrido circular por el bosque y el pasado más místico gallego. Se llama Santa Mariña de Augas Santas; mi amigo, no, el pueblo.

Ya el pueblo merece una visita. Su centro histórico es todo el pueblo y en el centro de todo está la iglesia y el cementerio, con un lavadero de ropa que, era evidente, aún se utiliza, por el olor a colada recién tendida y su agua lechosa y azulada.

El hórreo de la última casa del pueblo me despidió con un casi imperceptible adeus

Encontré el inicio del camino de casualidad. El hórreo de la última casa del pueblo me despidió con un casi imperceptible adeus, momento en el que, supe, había empezado un viaje de misterio y descubrimiento.

Caminar por un frondoso bosque vacío de gente y lleno de silencio, siempre me ha gustado. Estoy cómodo. Me concentro más en todo y a todo doy importancia. El musgo, verde, húmedo y tan grueso que podría dejarme caer en él sin miedo, es parte de ese todo.

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El piso por el que camino también me habla. Me dice que le tenga respeto, que no son simples piedras, y me obliga a imaginar.

Cruzo por unas ruinas de lo que parecen ser el recuerdo perdido de una basílica. Pocos pasos después, me topo con un dolmen formado por gigantes piedras, tan grandes que no doy crédito al cartel ajado que asegura que sí, que es una construcción megalítica. Unos pasos más allá, al pie de un árbol centenario y cercado por un muro bajo, hay dos tumbas antropomorfas excavadas en piedra. Por el tamaño, parece que una fue para un niño y la otra para un adulto. Padre o madre e hijo o hija, juntos para toda la eternidad. Triste historia la ocurrida allí hace tantos años que a casi nadie importa ya.

Continúo mi camino y me sorprendo de nuevo, esta vez no por lo que veo, sino por lo que oigo. El sonido de pico y pala golpeando la tierra. Y unos pasos después, allí estaba: una excavación arqueológica.

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Me quedé algo alejado de los trabajadores, jóvenes, casi todos ellos. Estudiantes, pensé. Y fui sacando fotos de la excavación. Poco a poco, perdí la vergüenza o la prudencia, hasta que me atreví a entrar al recinto. Al de unos minutos, se me acercó uno de aquellos jóvenes y se ofreció a contarme lo que estaban haciendo.

Tras despedirme de él, continué mi recorrido, esta vez con la convicción de que esas piedras por las que caminaba formaban parte de una antigua vía romana.

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No acabaron ahí los descubrimientos.

Más adelante me encontré con una estructura que ascendía por una ladera. Todo lo que allí había está excavado en la piedra y, al parecer, aún no está claro qué pudo ser: ¿romano, castreño o galaico-romano?

Y, ya de regreso al pueblo, hórreos, cruceiros y personas que te saludan al verte pasar.

Fue, sin duda, lo mejor de mi viaje a Galicia, y eso que fue un día gris, frío y, por supuesto, con lluvia.

¡Que levante la mano quien quiera más Galicia!

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