Lo reconozco; antes de llegar a Peñíscola, ya no me gustaba. Me he negado durante muchos años a ir a esta parte del país. Tengo atravesado el Mediterráneo español desde que en el programa de televisión Un, dos, tres la gente se volvía loca de alegría por un apartamento en la Manga del Mar Menor o Benidorm. No concibo que a alguien, que dice gustarle la playa -no diré ya la naturaleza- pueda disfrutar de un arenal con sombras más largas que la altura de los rascacielos que las provocan.
Cierto es que Peñíscola tampoco es Benidorm, la que dicen es el Manhattan español, pero existe una primera línea de playa con edificios de más de 10 alturas que me aprisionan el corazón.
Lo que para mucha gente es un lujo, para mí, un apartamento u hotel de grandes dimensiones en primera línea de playa es un delito. Y este es el gran pecado de gran parte del litoral mediterráneo español, que todo está en primera línea de playa, pese a quien pese.
En Peñíscola, hay un marjal o humedal que ha sobrevivido a pesar de la industria del turismo. Desde su nueva línea, la segunda a la que fue relegada, se mantiene discreto, alejado de las miradas de los turistas. Salvo las personas que se alojan en las habitaciones de la fachada noroeste, poca gente repara en él. Me los imagino maldiciendo su suerte, por no tener vistas al mar, en lugar de disfrutar de un rico y atractivo ecosistema.
También tiene su atractivo la parte vieja de esta ciudad. Ubicada en un pequeño peñón, con diminutas casas blancas y gran castillo en su parte más alta; todo muy cinematográfico. De hecho, se han rodado varias películas y series por sus calles, como El Cid o Juego de Tronos.
Pero una vez dentro, los innumerables puestos de souvenirs, los bares con sangría y los restaurantes con música chill out le quitan todo el encanto.
Me obligan a mirar hacia arriba o a quedarme quieto en un espacio de paso durante la noche, para poder sacar partido a un destino turístico que, en su gran parte, me provoca desazón.
Durante los primeros cinco días de mi viaje por las tierras indómitas de la España meridional, lo que bauticé en mi cuenta de Instagram como salir #deviajez, utilicé Peñíscola como base para explorar otros lugares.
Y he de decir que me sentí a gusto en muy pocas ocasiones. Haciendo un análisis de lo ocurrido, puedo asegurar que a mayor cantidad de gente o contacto con ella, menor satisfacción. Eso supone que en las calas de fácil acceso, mal; que en las playas cercanas a la urbe, mal; que en las playas con parking, mal. Podría echar la culpa a la pandemia, que me ha vuelto algo irascible, pero en realidad creo que la anormalidad de la situación ha generado más anormalidad de la habitual en el resto de la gente. Sí, pienso que la pandemia es como el alcohol; potencia la verdadera personalidad de cada uno, y esta suele ser egoísta e irrespetuosa.
Por eso mismo, me gustó la experiencia de ir hasta el Delta del Ebro, donde la distancia social no era una normativa gubernamental sino una ley natural. De todas formas, aunque el humano no estuviera allí presente, su huella se mostró dura como el hormigón y su bandera hondeaba como un saco de plástico.
Sí disfruté, y mucho, circulando en moto por el Camí de Salzadella en dirección a Sant Mateu, un pequeño pueblo con enterramientos antiguos, muralla medieval y pasajes estrechos, con recordatorio incluido a los judíos expulsados, aunque no supe descifrar si era a modo de disculpa o de regocijo.
Aquella carretera estaba perfectamente asfaltada, las curvas eran abiertas, suaves, la temperatura bajó hasta los 26 grados y apenas me crucé con dos coches. Felicidad absoluta.
No saqué fotos de aquel trayecto, pero sí grabé algo con mi pequeña cámara de vídeo. Podéis verlo aquí.