El miedo al inmenso cielo azul paraliza los sueños de volar de cualquier nube y permite que tus propios sueños alcancen sin obstáculos una altura jamás lograda. Así me sentí en la ciudad de Córdoba durante dos días de intensa luz.
Cegado por la aparición de sombras en cada calle, tomaba fotografías de rincones, puertas, fachadas y, también, de verdades fingidas creadas por ventanales caprichosos.
Un mundo no demasiado real tal vez, aún no lo sé, y no creo que lo llegue a saber jamás, en el que viví durante esos dos días en Córdoba.
En realidad, fueron cuatro días de estancia en la ciudad, pero durante las jornadas de cielo cubierto, mi entusiasmo se tornó gris y mis fotos ausentes. Aquel tiempo parece no contar.
A mí me interesaba la luz y los frutos de la luz. Las sombras y las siluetas me absorbían con la fuerza de un agujero negro.
Son las ventajas de una ciudad bañada por el sur y de un casco antiguo de arquitectura tradicional, no tanto por su forma como por su piel blanquecina, perfectamente tersa a pesar del paso de los años.
La escasa altura de los edificios, también invita a que el sol se quede hasta bien entrada la tarde. Un lujo de esos que no hay que pagar y del que todo el mundo disfruta por igual, sobre todo en invierno. En verano, supongo que la historia será muy distinta. Habrá tantos miles de paraguas como japoneses ocultándose de los rayos del sol. Tantos pañuelos en la cabeza como musulmanas de ojos rasgados. Tantas pamelas y viseras como alemanes, franceses, ingleses y demás turistas extranjeros. Porque turistas habrá, y habrá muchos más de los que yo me encontré en noviembre.
También me deslumbró la vida compartida entre dos culturas. Una sorpresa maravillosa, más en estos tiempos de odio y confrontación, aunque bien pensado, ¿qué tiempos se han librado de confrontaciones y odio?
Todo es normal en Córdoba. Los restaurantes de tapas, cazuelas, finos y vinos se alternan con los de humus, falafel y té. La gente de rasgos rudos andaluces dan los buenos días a la gente de finas líneas árabes. El castellano y la lengua árabe conviven en las calles, en los restaurantes e, incluso, en una misma mesa.
Las culturas y las personas viven entrelazadas como los adornos labrados en las paredes de la gran mezquita; un edificio que no es solo un espacio religioso, sino que es un símbolo de coexistencia.
Y por si fuera poco, Córdoba ofrece aún más.
En cada esquina hay herencias romanas que actúan de ornamento y de sustento. Preciosas columnas que mantienen en pie las viejas casas cordobesas. Es bonito verlas desnudas y libres de ladrillo, arena y cal, pero es triste saber que fueron arrancadas de estructuras descomunales como teatros, anfiteatros y otros edificios que un día ocuparon esta zona de Iberia.
Además, me encontré con arte callejero del que te detiene y te hace mirar y pensar como si estuvieras en un museo. Fantástico derroche de generosidad e imaginación la del autor o autora que dedicó su tiempo a convertir una blanca pared anodina en una galería atractiva.